Presenta a dos personajes vulgares, convencionales. Él es un cuñao por definición. Por saber apretar el disparador de una cámara de fotos ya se cree que puede crear arte. Cuando no le tira la caña a las mujeres que se cruza, es porque está en casa buscando un momento para masturbarse. Le mira el canalillo a su suegra y no puede evitarlo. Ella, mientras, solo quiere quedarse embarazada. Es su gran ilusión. Con dos personajes tan insignificantes, logra diez capítulos plenamente adictivos con una situaciones que explotan la vergüenza ajena hasta lograr que el espectador se tenga que tapar la cara. Porque esta serie duele
VALÈNCIA. Existe el mito de que vergüenza ajena en inglés se dice "spanish shame" por tratarse de un fenómeno propio de nuestro pueblo. Parece que la leyenda urbana nació en el filósofo José Antonio Marina, que en 1994 le dijo a Julia Otero en una entrevista en El País Semanal, "nuestra lengua pone mucho énfasis en todo lo relativo al ridículo, al honor. Somos los únicos que sentimos "vergüenza ajena", por eso en los libros de psicología se la conoce como "spanish shame", vergüenza española".
Hay quien se tomó la molestia diez años después de mirar un manual de psicología anglosajón que contenía ocho millones de referencias y la búsqueda de "spanish shame" le devolvió cero resultados. Del mismo modo, es frecuente encontrar traductores anglosajones sorprendidos por la equivalencia de "vergüenza ajena" y "spanish shame", término que no han escuchado en su vida ¿Qué sienten ustedes ahora al pensar el reputado filósofo? Exacto. Eso es.
De esa sensación, versa la serie de Juan Cabestany y Álvaro Fernández Armero. Su escueto título Vergüenza, no necesita adjetivos ni adornos. Es una palabra contundente en castellano, empleada con frecuencia. Incluso en catalán. Anda y que no se ha oído veces "vergonya" en los últimos meses.
Trata de una pareja residente en Madrid. Treintena pasadita, no tienen hijos pero están en ello y sufren la inestabilidad del mercado laboral, como la mayoría. La particularidad es que tienen cierta tendencia a hacer el ridículo. Algo más que eso, él, Jesús (Javier Gutiérrez) reúne todos los ingredientes del hombre de hoy: es un cuñao, un correveidile o bocachancla y un metepatas, de modo que en todas y cada una de las situaciones que se le plantean en la vida no hace más que dar vergüenza.
Louie CK en su serie homónima explotaba mucho este tipo de situaciones. Siempre ponía sketches que no llevaban a ninguna parte, no tenían gags ni frases ingeniosas, solo se caracterizaban porque eran incómodos de ver. Un ejemplo, cómo unos adolescentes en Halloween lograban hacerle temblar de miedo por la calle. No tenía gracia ni era una escena de terror propiamente dicha, pero enganchaba a base de la vergüenza ajena que daba verle pasar miedo de esa manera, sentirse tan dramáticamente vulnerable.
Ese tipo de situaciones las explota una y otra vez Vergüenza, quizá a veces recurriendo a situaciones un tanto irreales, pero por lo general ofreciendo todas las referencias locales que dan valor a una producción española en lugar de quitárselo, como sucede en muchas ocasiones.
En los primeros capítulos, por ejemplo, dan la primera en la frente. El pringoso ambiente de oficina con jefes carentes afectivos que emplean su poder jerárquico para salir de copas acompañados porque en la vida real están más solos que la una, lo clava.
Otros aciertos. Las reuniones de la junta de vecinos de finca urbana donde personas que posiblemente en sus trabajos estén ninguneados aprovechan para emprender proyectos como si estuviesen a cargo de una diputación, clavado también. Todos son escenarios que reconocemos. Problemas cotidianos, como cagarla en un grupo de WhatsApp criticando a alguien que ha sido agregado y no sabes que está. Las clases de conversation en las que tantos y tantos españoles agudizamos el oído británico sin mucho éxito, las cenas y comidas con los suegros, las relaciones de forzosa cordialidad con los vecinos... La vida.
El principal recurso humorístico es algo tan viejo como el equívoco, pero funciona a la perfección. Confundir a una mujer que está gorda con una embarazada, acudir a casa de alguien a pasar el fin de semana sin haber sido invitado por un malentendido... Uno de los argumentos más largos a través de los diez capítulos está ocasionado por un calzoncillo manchado con un derrape que no debía estar donde aparece.
Pero lo importante es el dolor. La serie duele. Se pasa mal. A veces te tapas la cara para no mirar. Y eso es un logro inequívoco de los guionistas y los actores, porque no llegan a entregarse en manos del estereotipo. No hay exageraciones. Con suma delicadeza y elegancia, se presenta a un perfecto gilipollas que no necesita la más mínima exageración de los rasgos de su personalidad para serlo.
Y luego llega la peor parte. Sentirse identificado. Elijan ustedes. El protagonista es un tipo que le mira el canalillo a su suegra. En la tranquilidad del hogar, se excusa unos instantes en el salón para ir un momento al baño a... hacerse una paja. Con una cámara de fotos en la mano, solo por saber apretar el disparador, cree que es capaz de crear arte. Posee múltiples cualidades que es muy difícil que el espectador no tenga también.
Del mismo modo, el retrato que hace del amor moderno es abrasivo. Nuria (Malena Alterio) solo quiere quedarse embarazada, es su ilusión. Mientras que su pareja le tira la caña a todo lo que se le pone por delante y cuando está en casa busca momentos para masturbarse. Les une la rutina y lo peor es que fuera de ella sienten un frio helador. El final del último capítulo es para llorar amargamente. Si te ríes, y gracia tiene, igual eres un poco psicópata.
Ayuda enormemente también que Vergüenza no esté rodada en un plató. En series como Aída o La que se avecina, que es un éxito fuera de España, un buen trabajo en los guiones muchas veces queda deslucido por los decorados de marca blanca. Pero sobre todo el gran mérito de esta serie es lo que hace con tan poco. Personajes vulgares, convencionales, mediocres, en un edificio colmena, con trabajos anodinos, en una gran urbe, como es Madrid, que propicia el anonimato de todos los que se adentran en ella, con tanta insignificancia, salen diez capítulos que enganchan más que la heroína. Prueba de que la buena televisión solo necesita talento. Nada más.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado